Artículo dominical escrito por monseñor José Manuel Romero Barrios, obispo de la Diócesis de El Tigre. Por los caminos.
El domingo pasado, cuarto de Cuaresma, el Señor Jesús se declaraba como la luz del mundo; en este, se proclama “Yo soy la resurrección y la vida”.
Según las estadísticas, un buen porcentaje de personas del mundo occidental no cree en la resurrección; buena parte cree en la reencarnación. Hay una creciente inquietud sobre lo que hay después de la muerte.
En realidad de verdad, “las estadísticas no deciden la verdad” (E. Schillebeeckx).
Se pierde de perspectiva que lo más importante es aprender a vivir con gestos, palabras, acciones que reflejen y generen vida en las personas que están a nuestro alrededor.
El tiempo de la Cuaresma es propicio para preguntarnos sobre cómo vivo mi relación con la Santísima Trinidad, con las demás personas, con la creación.
La resurrección de los muertos es un punto central en la fe cristiana. Y es una verdad que tiene que incidir en cómo vivir y para qué vivir
La fe en la resurrección modela de una manera determinante la orientación que tengo que dar a mi existencia, en las opciones que he de tomar.
El discípulo misionero reconoce el señorío de Dios Padre no porque debe morir sino porque está llamado a resucitar. Para ello ha de aceptar morir muchas veces. Y dejar pasar por sus huesos secos el soplo vital el Espíritu (cfr. Profeta Ezequiel 37,12-14; carta a los romanos 8,8-11).
Para llegar a la novedad del Espíritu no existe otra escala que la utilizada por el señor Jesús: la cruz.
San Pablo no legitima la posición de los que se contentan con decir que todo cambiará cualquier día, pero que por ahora no hay nada que hacer, todo queda como antes. En el párrafo de la carta a los romanos, el Apóstol de los gentiles sostiene “que todo ha cambiado ya”, desde el momento en que el Espíritu habita ya dentro nosotros, desde el momento en que ya debemos agradar a la Santísima Trinidad.
“Que Paris sea la capital de Francia” no tiene incidencia en mi forma de vivir. Afirmar que Dios Espíritu Santo vivifica nuestra vida, si nos debe conducir a cambiar las motivaciones de nuestro vivir.
El texto evangélico de este domingo es el de la resurrección de Lázaro (evangelio de san Juan 11,1-45). La sociedad de nuestros días hace todo lo posible para esconder la realidad de la muerte, para arrendarla a un mecanismo que la sustrae a nuestros ojos, a nuestras manos, a nuestras espaldas y, con la pretensión de quitarle toda carga de dolor, la convierte en simplemente anónima y funcional, los discípulos misioneros y las discípulas misioneras deben adiestrarse a convivir con su propia muerte, a no ignorarla, no profanarla sino a prestarle atención.
Porque es preciso que aprendamos a convivir, ya desde aquí abajo, con la vida nueva, con nuestra resurrección.
Tenía razón el niño que contemplando una noche estrellada, se admiraba de la belleza del cielo, que le dijo a sus padres: “cuan bello será Dios Padre Creador cuando hizo la parte baja del cielo tan espectacular y hermosa”.
La muerte, pudiéramos decir, que es el deseo de aspirar a mirar la parte superior del cielo. Pasar el umbral
“Amar los bienes de la tierra poniendo nuestro corazón en los del cielo”.
26/03/23
+José Manuel, Obispo