Monseñor José Manuel Romero Barrios, obispo de la Diócesis de El Tigre. Por los caminos
La hija de unos amigos míos han dicho a sus padres el otro día que “no le gustaría que su hermano pequeño fuese cura, por que los curas y las monjas siempre le han parecido vidas perdidas”.
Me he quedado un poco desconcertado porque, la verdad, a mis sesenta y cinco años de edad y cuarenta y dos años de presbiterado no tenía la impresión de estar perdiendo la vida. De todos modos la frase me intriga y me tiene desazonado durante todo el día. ¿Cómo se gana? ¿ cómo se pierde una vida? ¿Acaso sólo se tiene fruto dejando hijos de la carne en éste mundo? ¿No sirve una vida que va dejando en otros unos pedacitos de alma?
Sin embargo no quisiera esquivar el problema y buscarle fáciles escapatorias. Reconozco que esa pregunta –¿de qué está sirviendo mi vida?– deberíamos planteárnosla, por obligación, todos los seres humanos, al menos una vez cada seis meses. Porque esto de vivir es tan hermoso como para que pueda escapársenos como arena entre los dedos.
Dicen, por ejemplo, que una vida se llena teniendo un hijo, sembrando un árbol y escribiendo un libro. Bueno, yo conozco personas que no hicieron ninguna de esas tres cosas y que han vivido una vida irradiante. Y también conozco quienes tuvieron hijos, plantaron árboles y escribieron libros y difícilmente podrían mostrarse realizados en ninguna de las tres cosas. Porque hay libros que tienen muchas más palabras que ideas; hijos que de sus padres parecen haber recibido solamente la carne; y árboles que escasamente si producen sombra.
Tampoco me parece que el fruto de una vida dependa mucho del número de años que se vivan. He sido un pésimo ahorrador. De dinero y de vida. Tal vez porque veo que en el mundo hay un terrible afán por regatear esfuerzos, de afanes por dejar para mañana lo que a uno no le obligan a hacer hoy. Hay gente que se va a morir sin llegar a estrenarse. Se cuidan. Se ahorran. Se conservan. Van a llegar a la otra vida como un abrigo siempre guardado en un ropero.
Considero que ningún infierno peor que el de la esterilidad. Fuera lo que fuera de mi vida, yo tendría que dejar aquí algo cuando me fuera, aún cuando se tratara solamente de una gota de esperanza o alegría en el corazón de un desconocido.
Pienso en San Juan XXIII, de quien, el día de su muerte, dijo el cardenal belga Leo Joseph Suenens que “dejaba el mundo más habitable que cuando él llegó”. Considero que es muy poco importante si dentro de un siglo alguien se acordará de nosotros –seguramente no; porque lo único que importa es que alguna semilla de nuestras vidas esté germinando dentro de alguien (incluso si él ni nosotros lo sabemos). Porque entonces nuestras vidas habrán sido ganadas.
07/02/21 +José Manuel, Obispo