La vocación cristiana implica necesariamente la conciencia clara de una misión y ambas tienen como contenido la realización del proyecto divino. Y este último es, esencialmente, un plan de amor.
Nuestro Señor Jesucristo está en el origen de todo y todo se mueve, todo es “arrastrado” hacia el cumplimiento en El, de tal manera que es el centro que da cohesión, sentido y unidad a la creación entera.
El primado de Cristo no se limita a la creación, sino que se afirma en la redención. Es la cabeza de una nueva humanidad, sustraída al poder de la muerte y pacificada, reconciliada “por la sangre de su cruz”.
Cristo no es solo principio de belleza, de armonía cósmica sino que funda y legitima un orden nuevo en las relaciones entre las personas. Y la Iglesia, -que forma su cuerpo, y de la que El es cabeza- necesariamente debe referirse a su plenitud para ser sacramento en el mundo de este orden nuevo.
En el libro del Deuteronomio, encontramos que la persona es invitada a escuchar la voz del YHWH Dios y a guardar sus mandamientos. Es preciso hacer notar que la ley, los mandamientos, no es algo exterior sino una palabra-invitación que interpela al ser humano desde dentro, solicitando una respuesta espontánea a las propuestas de la Alianza. La obediencia se convierte así en una exigencia de quien se inserta en un dinamismo de amor y no se contenta con el árido registro del deber.
La palabra de Dios en lugar de aplastar y oprimir al hombre, libera en él un impulso al conocimiento y puesta en acción de la voluntad.
La palabra divina no es un “espada de Damocles”, no es un mazo para castigar, no busca intimidar. Es la palabra dirigida por Dios que ama a los que ama. Es una palabra que interpela a lo más bueno, a lo excelente que existe en cada ser humano.
En la parábola del Buen Samaritano, el Señor Jesús lleva al doctor de la ley al terreno de lo concreto: “haz esto y tendrás la vida”. Como que el Maestro de Nazareth le fastidia una ciencia que no se convierta en amor concreto.
“Anda, haz tú lo mismo”. Los habitantes de Samaria eran despreciados por los judíos porque dizque no tenían una fe pura, porque se habían contaminado por el paganismo. Bueno de estos “innombrables”, el Señor Jesús escoge un modelo para que todos aprendamos el “saber hacer”; que El desea para todos los discípulos misioneros y las discípulas misioneras el pase a la praxis, al terreno de la caridad, la única que certifica la plena comprensión de la palabra divina.
Dios Padre nos reprocha una puntualidad y una exactitud en los deberes religiosos “pasando de largo” de la humanidad, de la justicia, de la caridad. No existe otra parte del camino. Al menos del camino que conduce a la Santísima Trinidad. El único lado transitable para llegar a destino, es el “cortado” por la presencia – no siempre agradable y de todos modos, con frecuencia impredecible- del prójimo.
Sí, Dios tan lejano y tan cercano. Que no lo puedes “agarrar”, atrapar. Y sin embargo, obstinado en “hacernos señas”, invisible y, al mismo tiempo, hasta demasiado “visible”.
En una sociedad que ha sacado a la Santísima Trinidad de su horizonte, solo se perciben los quejidos, los lamentos de aquellos a quienes se le vulneran sus derechos humanos: agua, alimentación, salud, educación, etc… Los “medio muertos” en el camino hoy son millones. Prohibido obturar los oídos, el corazón y la conciencia con cantos de sirenas. Es preciso dar dos pasos en la dirección correcta.
14/07/19
+José Manuel, Obispo