Monseñor José Manuel Romero Barrios, Obispo auxiliar de la Diócesis de Barcelona y rector de la parroquia San Juan Bautista en San Tomé.
Por los caminos.
¿Cuál es la mayor de las bienaventuranzas de este mundo? Creo que la de poder vivir de lo que se ama. Y añadiría una segunda y formidable, aunque de segunda clase: llegar a amar aquello de lo que uno vive. Curiosamente, parece que son pocos los que disfrutan de la primera y no muchos más los que conquistan la segunda.
Charlas con la gente y casi todos te hablan mal de sus trabajos: son abogados, pero sueñan ser escritores; médicos, pero les hubiera entusiasmado ser directores de orquesta, obreros, pero habrían sido felices siendo boxeadores o futbolistas. Son pocos lo que reconocen haber nacido para ser lo que son y los que no se cambiarían de tarea si volvieran a nacer.
Pero aún es más grave descubrir que un altísimo porcentaje de los humanos se muere sin llegar a descubrir cuál era su verdadera vocación. Y uso esta palabra en todo su alto y hermoso sentido. Porque curiosa y extrañamente, es éste un vocablo que en el uso común se ha restringido a las vocaciones sacerdotales y religiosas, cuando en realidad “todos” los seres humanos tienen no una, sino varias vocaciones muy específicas.
Todos hemos sido llamados, de pronto, a vivir. Entre los miles de millones de seres posibles fuimos nosotros los invitados a la existencia. Si nuestro padre se hubiera casado con otra mujer, habría nacido “otra” persona distinta de la que somos nosotros. Alguien –decimos los creyentes- o algo –dicen los materialistas- se trenzó para que ésta persona concretísima que cada uno de nosotros es llegara a la existencia y esta fue nuestra primera y radical vocación: a nacer, a realizarnos en plenitud, a vivir en integridad el alma que nos dieron. Ya esto sólo sería materia más que suficiente para llenar de entusiasmo toda una existencia, por oscura y desgraciada que sea.
Fuimos, después, llamados al gozo, al amor y a la fraternidad, otras tres vocaciones universales. Colocados en mundo que, aunque haya de vivirse cuesta arriba, estalla de placeres ( la luz, el sol, la amistad y pare usted de contar), ¿cómo entender el aburrimiento de los que han llegado a convencerse de que son vegetarles o animales de carga?
Y fuimos finalmente llamados a realizar en este mundo una tarea muy concreta, cada uno la suya. Todas son igualmente importantes, pero para cada persona sólo hay una –la suya- verdaderamente importante y necesaria.
Porque la vocación no es un lujo de elegidos ni un sueño de quiméricos. Todos llevan dentro encendida una estrella. Pero a muchos les pasa lo que ocurrió en tiempos de Jesucristo: en el cielo apareció una estrella anunciando su llegada y sólo la vieron los tres reyes magos. Y es que -como comenta un poeta en un verso milagroso- “la estrella es tan clara que mucha gente no la ve”.
Efectivamente, no es que la luz de la propia vocación suela ser oscura. Lo que pasa es que muchos la confunden con las tenues estrellas del capricho o de las ilusiones superficiales. Y que, con frecuencia, como les ocurrió también a los Magos, la estrella de la vocación suele ocultarse a veces –y entonces hay que seguir buscando a tientas– o que avanza por los extraños vericuetos de las circunstancias.
Y, sin embargo, ninguna búsqueda es más importante que ésta y ninguna fidelidad más decisiva. Miguel de Unamuno (filósofo español) decía que la verdadera cuestión social no es un problema de mejor reparto de las riquezas, sino un asunto de reparto de vocaciones.
22/04/18
+ José Manuel