La crisis humanitaria en la que vivimos, caracterizada por el hambre creciente y los casos —denunciados por los medios de comunicación— de muerte por falta de medicamentos o equipamiento en los hospitales, nos colocan ante un dilema moral que va más allá de las posiciones político-partidistas.
Uno de los síntomas de la actual crisis moral es la indolencia. A este punto, todos somos testigos de la indolencia creciente en los que controlan hoy el poder político, hasta el punto de no conectar ya con los padecimientos y las necesidades que vive la mayoría de la población. Basta estar en una cola para adquirir alimentos o medicinas y se escuchará a otro país. Ése al que no se le quiere ver ni reconocer.
El indolente
En la mitología griega la divinidad que personificaba a la indolencia era conocida como Ergía y se caracterizaba por ser somnolienta. Se le describía durmiendo en medio de telarañas, con pereza y sin capacidad de reacción ante el entorno. El indolente es quien carece de esa cualidad que llamamos misericordia, porque no se conmueve ante el dolor ajeno y se conduce públicamente negando siempre la gravedad de la realidad que lo rodea. Vive de la ceguera ideológica. A este punto, lo más grave de la indolencia es que es una actitud que pone en riesgo a la vida de los demás. Antepone la ilusión de la propia sobrevivencia individual y el interés ideológico, antes que el bien común y el respeto por la dignidad humana de todos.
El indolente no reconoce que la carencia de un medicamento pone en riesgo la vida de un enfermo, que todos necesitamos un sueldo justo para vivir, que robar no es sólo tomar dinero ajeno sino que ocasiona la muerte de personas cuando ese dinero está destinado a planes sociales y económicos para el desarrollo humano. Y esto es posible porque el indolente vive en su pequeña burbuja socioeconómica, pensando que lo que le sucede al otro, no le pasará a él. Sin embargo, la historia nos enseña que, con el tiempo, todos seremos afectados, en un momento u otro.
Funestas consecuencias
Poco antes de morir, frente al desborde inminente de la violencia, Ghandi escribió unas palabras que hoy siguen resonando por su vigencia, especialmente en medio de las condiciones sociopolíticas y económicas tan frágiles en las que vivimos. Decía: «no quiero caminar sobre las cenizas de los ciegos, de los sordos y los mudos». Ghandi manifestaba su gran preocupación por decisiones que llevan a funestas consecuencias, socialmente impredecibles, y que se padecen en las épocas de transiciones políticas y cambios históricos. Él entendió que las sociedades generan sus propias dinámicas de cambio cuando se sienten asfixiadas, cuando no creen ya poder alcanzar el bienestar que merecen y cuando son sometidas al azar cotidiano de la violencia y la intolerancia.
Quienes hoy pueden pagar escoltas y gozan de circuitos privados de seguridad, quienes hoy pueden traer comida y medicinas de otros países para suplir las carencias existentes, quienes hoy no necesitan hacer colas para adquirir los productos básicos, y quienes hoy no corren con la posibilidad de poner en riesgo a la vida de un familiar por falta de medicinas, deben pensar que mañana las cosas pueden cambiar, que pueden pasar a ser víctimas de su propia indiferencia.
Hemos perdido toda perspectiva moral de la gestión pública y asumido la resbaladiza vía de la anarquía. Muchos dan primacía a la ideología por encima de las personas. Aún así, sí podemos cambiar y decir: «no quiero caminar sobre las cenizas de los ciegos, de los sordos y los mudos».
Doctor en Teología
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@rafluciani