Artículo dominical escrito por monseñor José Manuel Romero Barrios, obispo de la Diócesis de El Tigre. Por los caminos.
Un poeta, el padre David María Turoldo, define a la Virgen María como la “divina taciturna” y se dirige a ella como “la catedral del gran silencio”.
Los Evangelios presentan a María como una criatura de silencio, que elige la sombra, estar detrás de los bastidores. María es la que no aparece en primer plano. Su presencia está bajo el signo de la discreción, que no estorba para nada.
La Madre desaparece totalmente en el Hijo. Es el Verbo quien tiene que hablar, no ella. (en Cana, en efecto, y es su testamento, dice: “hagan lo que El les diga” (Jn. 2,5), o sea, no manda “escúchenme” sino “escúchenle”.
Dios que se hace hombre, que se manifiesta visiblemente en nuestra carne, encuentra una madre que se atribuye la parte de la “no visibilidad”.
No debemos extrañarnos ni lamentarnos de que el Evangelio esté salpicado más que de palabras y apariciones de María, de su silencio y de su esconderse.
La Custodia que lleva la Palabra es espléndida porque está labrada con la rara materia del silencio.
No se llena el vacío con las palabras
María de Nazareth debería ayudarnos a encontrar el silencio que se nos ha robado.
Ante esta obra de arte de la Santísima Trinidad que es la Virgen María (una mujer vestida de sol, la luna por pedestal, coronada con 12 estrellas, (Apoc. 12,1) la posición justa se define por el estupor, por la contemplación, por el silencio.
María en la narración de la anunciación, es lo opuesto a Zacarías, el sacerdote que pretende signos, que quiere ver, controlar, tocar, tener pruebas. Ella, por el contrario, no pretende signos. Se fía de una palabra. Se abandona, se declara disponible. Precisamente porque es una discípula no tiene necesidad de signos.
Y su silencio expresa plenitud, no mutilación.
La devoción a la Virgen es auténtica si nos hace frecuentar el terreno profundo de la interioridad, de la meditación, de la contemplación, del compromiso concreto, de la “cotidianidad del misterio”, de la fe que se alimenta de fe.
La devoción a la Virgen es verdadero si se opone a nuestra civilización ruidosa, si representa un dique contra el diluvio de palabras que amenaza sumergirnos, si constituye un antídoto a la superficialidad, al espectáculo, a la publicidad bulliciosa.
Si queremos que el mundo no se hunda estruendosamente en el vacio, hemos de encontrar la fuerza para agarrarnos al silencio de María.
Y aprender de ella a escuchar
Una Iglesia que apaga las luces.
Imagen de la Virgen, imagen de la Iglesia.
La comunidad de los discípulos y de las discípulas no puede sino estar bajo el “signo” de María de Nazareth: humildad, modestia, simplicidad, actitud de servicio, capacidad de “desaparecer” para convertirse en transparencia de Alguien.
La comunidad eclesial no debe preocuparse de hablar o de hacer hablar de sí misma. Es preciso hacer un poco de silencio. Y entonces, Dios Padre emerge de nuevo. Y los hombres y mujeres pueden percibir nuevamente su voz.
Hemos de apagar las luces falsas si queremos que la Santísima Trinidad vuelva a ocupar el centro del mundo, la profundidad más secreta del corazón del ser humano.
Es imprescindible que en este siglo XXI los discípulos misioneros y las discípulas misioneras manifestemos a nuestros contemporáneos que no hemos sido creados ni de la nada ni para la nada: somos ciudadanos del cielo, somos herederos de la eternidad, somos moradores de la casa de la Santísima Trinidad.
11/12/22
+José Manuel, Obispo