Con la celebración del Miércoles de Ceniza el pasado 02 de marzo entramos en lo que se denomina en la Iglesia Católica como el tiempo litúrgico de la Cuaresma, constituido por los 40 días que permiten a los fieles cristianos católicos prepararse para la celebración del Misterio Pascual de Cristo, que constituye el “corazón del Año Litúrgico”.
El ser humano es “homo viator” (es un transeúnte, caminante). En efecto, ninguna persona es permanente ya que el ciclo de nuestra vida tiene un principio y un final. Es la mera realidad.
Cuando viene un nuevo miembro a la familia, enseguida todos sus miembros comienzan a soñar en su futuro: será ingeniero, será maestra, etc. es decir, que de alguna manera toda vida está signada por lo que “está por delante”, por su advenir. Es propio del ser humano soñar, hacer proyectos, lanzarse con su imaginación, hacia lo que él quisiera que viniese, que ocurriese.
En lo hondo de la vida humana existe también una realidad que le hace desviarse, que le hace torcer el camino. Se deja guiar hacia lo que está “atrás”, le hace retroceder, no le permite desplegar todas sus potencialidades, le hace fallar los objetivos de la vida. Hace que se “divida”. Es el pecado.
En el tiempo de la Cuaresma, la Iglesia quiere ofrecer algunas herramientas para que el sujeto procure enderezar su existencia, reafirme su firme propósito con su futuro, afiance su opción fundamental, deje el lastre que le “entierra” en todos los sentidos, que no le permite avanzar. La Cuaresma es el tiempo más propicio para suplicarle al Señor Jesús que ponga en los ojos “dos gotas frescas de fe” para contemplar con mirada nueva lo que El espera que nosotros seamos.
En la Biblia, cuarenta equivale a un momento de prueba, de purificación, de adiestramiento para poder responder a la llamada de Dios. Cuarenta días duró el diluvio universal para purificar a la humanidad, (léase. Gen. 8,6); los años de la marcha del pueblo de Israel antes de entrar a la tierra prometida (léase Dt. 2,7); los días de los exploradores enviados por Moisés (léase Num. 13,25); los días de estancia de Moisés en el monte Sinaí (léase Ex. 34,29), y de Elías en el monte Horeb (léase 1 Reyes 19,8), los de los habitantes de Nínive para que se convirtieran (léase Jon. 3,1), los del retiro de Jesús en el desierto (léase Lc. 4, 2).
En estos textos podemos observar que se expresa un momento fundamental para los personajes: sin relación con el Creador todo se desvanece; un momento crucial de elección de cada persona; de escoger entre la vida con Dios Vivo o permanecer en la relación con los “ídolos de la muerte”. Dios es el futuro del hombre.
Durante el tiempo cuaresmal, el discípulo pone a prueba la llamada de Dios, su vocación, de cara a un compromiso de renovación o de decisión para emprender una tarea definitiva.
Es un momento de conocimiento profundo del propio proyecto de vida, de aprender a distinguir de “lo que es” de “lo que no es”, “lo que vale” de “lo que no vale”. Es tensión entre dos opciones: la egoísta e individualista (la autorreferencialidad, el endiosamiento propio) o la del esfuerzo y el servicio (la edificación del Reino de Dios).
La comunidad eclesial católica en la Cuaresma de 2022 está inmersa en el camino sinodal, en la búsqueda de responder mejor al proyecto del Señor Jesús, que “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de su verdad”; el camino sinodal nos llevará a desear una renovación para ser cada vez más y mejor “Sacramento Universal de salvación” para todos los hombres y mujeres.
Hermano, hermana, busquemos a Cristo Jesús con todo el corazón, con toda la mente, con todas las fuerzas. Es el mejor servicio para la construcción de una sociedad justa, humana y fraterna. Una sociedad con futuro.
06/02/22
+José Manuel, Obispo