Monseñor José Manuel Romero Barrios, obispo de la Diócesis de El Tigre. Por los caminos.
El Señor Jesús no nos entrega dos números, y menos aún, dos preceptos, sino dos rostros, dos presencias, dos relaciones vitales. Es más, un solo rostro que se refleja en millones de caras y una sola presencia que nos mueve a prestar atención a infinitas presencias.
Todos los caminos de las religiones y de los grandes credos religiosos, de los sistemas políticos, de los pensamientos de los filósofos tienen como punto focal al ser humano, al hombre y a la mujer. Ese rostro, que en su diversidad de situaciones y realidades, pone siempre una interrogante en la historia de la humanidad.
Todos los que de alguna manera tienen alguna responsabilidad en el desarrollo de la vida social, se sienten interpelados por los rostros de los ancianos, de los desvalidos, de los huérfanos, de los que sufren por cualquier causa.
El ser humano es, en cierto sentido, la medida por la que se “mide” el crecimiento o el decrecimiento de la vida de la sociedad. Y en los credos religiosos se constituye en el test para evaluar la incidencia de la fe en el Absoluto, en la realidad de cada día.
En casi todas las religiones se pone el acento en encontrar al Altísimo en el interior del templo, lo cual conllevaba que se exaltase el culto, las normas de la celebración, lo que se ofrece a la divinidad.
En la revelación, en la Biblia, Dios mismo se identifica con el huérfano, la viuda, el forastero. A Dios se le encuentra en lo cotidiano, no en lo extraordinario; la predicación profética pone el acento en la línea de la incidencia social de la fe en YHWH.
En el seno de la primitiva comunidad cristiana se planteaba el mismo debate ¿Dónde encontrarnos con el Altísimo? Para responder a esta cuestión se apela a las enseñanzas del Maestro de Nazareth, como el texto de Mateo 22, 34-40, en el que el Señor Jesús, al ser interrogado sobre la centralidad de la fe en Dios, responde con una cita expresa de la Escritura: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente» (Deuteronomio 6,5). Son parte de las palabras que cualquier judío piadoso recita todos los días, al levantarse y al ponerse el sol. En este sentido, la respuesta de Jesús es irreprochable. No peca de originalidad, sino que aduce lo que la fe está confesando continuamente.
La novedad de la respuesta de Jesús radica en que le han preguntado por el mandamiento principal, y añade un segundo, tan importante como el primero: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Levítico 19,18). Una vez más, su respuesta entronca en la más auténtica tradición profética.
Los profetas denunciaron continuamente el deseo del hombre de llegar a Dios por un camino individual e intimista, que olvida fácilmente al prójimo. Durante siglos, muchos israelitas, igual que muchos cristianos, pensaron que a Dios se llegaba a través de actos de culto, peregrinaciones, ofrendas para el templo, sacrificios costosos… Sin embargo, los profetas les enseñaban que, para llegar a Dios, hay que dar necesariamente el rodeo del prójimo, preocuparse por los pobres y oprimidos, buscar una sociedad justa. Dios y el prójimo no son magnitudes separables. Tampoco se puede decir que el amor a Dios es más importante que el amor al prójimo. Ambos preceptos, en la mentalidad de los profetas y de Jesús, están al mismo nivel, deben ir siempre unidos. «De estos dos mandamientos penden la Ley entera y los Profetas» (v.40).
Es una materia pendiente: encontrarnos con Dios sirviendo al prójimo. Y se sirve al prójimo por amor al Altísimo.
25/10/2020 +José Manuel, Obispo