En las Bienaventuranzas, Jesús nos ha enseñado que la plenitud está en donde menos lo esperamos: en las periferias de la vida.
Nada tan claro como las Bienaventuranzas para definir el cristianismo y su plenitud lograda, que es la santidad.
Los que lloran, los que sufren, los que claman justicia en el desierto, los perseguidos aún por causas religiosas, son los santos por derecho propio. ¿Cómo no compensaría tanto dolor e injusticia un Padre que creó a todo ser humano para la felicidad?
Son los llenos de Gracia porque Dios mira con bondad su pequeñez y enaltece a los humildes mientras despide a los epulones con las manos vacías (Magnificat).
La cruz de Jesús que preside nuestros lugares creyentes nos lo recuerda todo el tiempo. Él ha asociado a la humanidad doliente a ese madero de salvación.
Los ricos y los que la pasan bien en este mundo sólo tienen una oportunidad: hacer producir sus talentos para socorrer a los descartados, como el buen samaritano.
Dios Padre no se complace en condenar y castigar a nadie por pertenecer a una clase social, un país o una ideología, sino que se regocija en que todos sus hijos e hijas se ayuden y vivan como hermanos y hermanas.
Las bienaventuranzas no son excluyentes, nos convocan a todos: a los pobres y a los que socorren a los pobres. Por otra parte, nadie es tan pobre que no pueda dar algo y nadie es tan rico que no pueda recibir algo, es difícil a los ojos humanos encontrar la perfecta línea demarcatoria entre unos y otros. Hay que añadir que siempre miramos con gafas y sesgos que parten de nuestra situación como si fuera el punto de referencia.
Para el Señor Jesús, el punto de referencia son los pobres, enfermos, enemigos y pecadores, los Nicodemos con un corazón humilde y en búsqueda, los publicanos del fondo del templo, los Zaqueos transformados por su misericordia, las adúlteras condenadas, los leprosos agradecidos, ciegos y paralíticos que bajan por un techo y se van caminando por la puerta con el corazón cambiado, los centuriones invasores que sin embargo experimentan una fe más grande que todo Israel, etc.
La santidad es la hipoteca social sobre los talentos que Dios nos ha dado. El mérito no es hacer producir tales talentos recibidos, es hacerlos producir para el bien común del cual pueden aprovecharse los demás, especialmente los más desfavorecidos, quienes como el paralítico de la piscina de Siloé, no pueden salir de su situación por más que quieran.
22/01/23
+José Manuel, Obispo