Domingo de Ramos 25/03/18
Iniciamos la Semana Mayor, en la que celebramos los misterios de nuestra salvación: el misterio pascual de Nuestro Señor Jesucristo.
En el centro de esta semana está la vida de un hombre que supo ser coherente en su ser y en su quehacer. Una vida entregada a hacer que el hombre y la mujer reconociesen que la vida es mucho más que el pan; que experimentasen que el pan es necesario para la vida pero no da la vida.
La vida del ser humano es relacional y relativa. Su punto de referencia no está en él mismo sino en la capacidad que tiene de abrirse, de darse, de donarse a otro semejante a él. Es algo semejante al pequeño grano de trigo que cae en tierra y muere. Y da muchas espigas.
El agua de los ríos fluye, corre, y se usa para el regadío de los cultivos; el agua estancada se pudre y no sirve.
La luz del Astro Rey crea vida a su paso. Ilumina. Es un agente de cercanía porque alegra todo. La luz creada por los hombres intenta emular la suministrada por el Sol; aquella podemos apagarla; la natural, no.
Durante la Semana Santa procuramos reflexionar sobre qué grano de trigo soy; cómo conservo fresca el agua que me da la vida; en qué fuente busco mi luz.
El mal constituye un enigma para el ser humano, es el único ser vivo que es capaz de sufrirlo, de padecerlo y también de evitarlo; se hace visible en el sufrimiento que los hombres y mujeres nos infligimos mutuamente. Frente al drama de muerte y desolación de los campos de concentración nazi, una prisionera judía expresó “es necesario ayudar a Dios con tanto sufrimiento”.
Nuestra maldad ha quitado el pan de la mesa de los necesitados, ha secado los ríos sembrando oscuridad en el día a día.
Esto de la cruz es todo un misterio de la vida y de vida al igual que el grano de trigo, el agua que fecunda, la luz que ilumina.
San Ambrosio expresa que “los mismos ángeles se maravillaron de este misterio. Cristo Hombre, al que vieron poco antes retenido en una estrecha tumba, ascendía, desde la morada de los muertos, hasta lo más alto del cielo. El Señor regresaba vencedor. Entraba en su templo, cargado de una presa desconocida. Ángeles y arcángeles le precedían, admirando el botín conquistado a la muerte. Y, aunque sabedores que nada corpóreo puede acceder a Dios, contemplaban, sin embargo, a sus espaldas, el trofeo de la Cruz: era como si las puertas del cielo, que le habían visto salir, no fueran lo suficientemente anchas para acogerlo de nuevo. Jamás habían estado a la altura de su nobleza, pero, después de su entrada triunfal, se precisaba un acceso todavía mas grandioso. Ciertamente, a par de su anonadamiento, nada había perdido. No es un hombre el que entra sino el mundo entero, en la persona del Redentor de todos (Orar con la Liturgia de las Horas, p. 97).
En la Semana Santa se nos ofrece un tiempo de gracia y reconciliación que nos permita ayudar al Señor Jesús a cargar su cruz, a solidarizarnos con su pasión redentora asumiendo el sufrimiento de tantos que aman, sufren y esperan.