Artículo dominical escrito por monseñor José Manuel Romero Barrios, obispo de la Diócesis de El Tigre.
Al acostarnos ponemos la alarma del reloj del celular, porque esperamos llegar al otro día. Mientras dormimos, el sistema solar sigue su curso, el corazón no se detiene, el torrente sanguíneo nos mantiene con vida, millones de mensajes circulan por las redes.
Es maravilloso cómo nos esforzamos por seguir adelante, por proyectar y proyectarnos.
En este siglo XXI el ser humano vive, experimenta la tensión entre la espera y no – espera. Pudiéramos afirmar que el dinamismo de la espera se ha apagado, ha disminuido bien sea porque se ha habituado a vivir en la inmediatez y se conforma con ello, o también porque es consciente de sus grandes logros, por la cantidad de proyectos hechos realidad gracias a la tenacidad, al ingenio desplegado en tantos campos del saber humano.
Sin embargo, tantas manifestaciones ponen al descubierto muchos “talón de Aquiles”, debilidades que hacen suponer que no ha avanzado en relación con el hombre primitivo: se detiene a preguntar a los astros, consulta los horóscopos, recurre a los “gurús” queriendo conocer el futuro, se refugia en mundos artificiales que le procuran las drogas y las múltiples ofertas de la sociedad de consumo.
Lleva en lo más profundo una esperanza de salvación que experimenta cada día y que no está a su alcance ni en las posibilidades de su inteligencia ni es producto de su fuerza. Espera una plenitud que no sabe dónde encontrar. Hay un vacío que no logra llenar.
Esta espera de salvación ¿está destinada a estar siempre en el corazón como un vacío insaciable o un grito en el desierto? El hombre, la mujer de la postmodernidad ¿será un condenado a esperar una realidad que nunca llegará? Sería absurdo pensar que el caminar de este ser tan inteligente que ha llegado a lo profundo del mar y que se ha aventurado a explorar los límites del universo, se convierta en un peregrino en un desierto sin oasis, en un constructor de castillos de arenas en la playa.
Para que la espera tenga sentido, exige esperar a alguien, alguien que viene, que se deja encontrar… de este modo la espera se transforma en un ir al encuentro, en estar preparados, vigilantes, despiertos.
La espera se transforma, se vive como un movimiento, un dinamismo, un anhelo gozoso.
El tiempo del Adviento quiere apoyar esta búsqueda insaciable del ser humano. A nuestra pregunta “centinela, ¿cuánto queda de la noche? responde: “viene la mañana” (profeta Isaías, cap. 21, versículos 211-12).
Viene Aquel cuyo rostro es luz, viene el Albeante (El que Es la Primera Luz del día). Mas aún, descubrimos que siempre ha estado a nuestro lado y este tiempo litúrgico sirve para que despertemos el oído y el corazón para oir sus pasos y saber que viene a nuestro encuentro el Emmanuel (Dios-con-nosotros).
27/11/22
+José Manuel, Obispo